La vida se compone de pequeñas cosas, y probablemente una de ésas me obligó a escribir a pesar de mi cuadriculado y mezquino horario, una nueva entrada de este blog. Esta historia nada tiene que ver con dramas sociales o críticas endemoniadas al actual sistema que todos amamos y odiamos al mismo tiempo.
Y todo es culpa de un humilde tarro de jugo de naranja comercial que no debe despertar ni piedad pero que a la larga se convierte en una enseñanza de vida. Transcurría la mañana de una ajetreada mañana de martes en la universidad, conmigo, caminaba la pereza, la perdida sapiencia planeadora milimétrica de cada segundo del día con la compulsión que le caracteriza y unas ganas de querer empujar el reloj.
Al llegar a la tienda de la universidad, encuentro que de bebidas poco había. Tenían únicamente gaseosas de cola, tintos, aromáticas y jugos de naranja de una extraña marca que no alcanzo a recordar. La gastritis me había hecho fanático del cítrico, en especial de la naranjada. Pedí una, sin saber de su debilidad y unas galletas pequeñas con bolas de maíz achocolatado.
Subo al salón de clases, y después de poner el jugo en la mesa, éste comete un terrible acto suicida. Se lanza desde la borda del pupitre, sin pensarlo dos veces; se hiere a sí en la cabeza, sacando por su tapa todo el contenido venido en la naranja que quién sabe por cuántos días contuvo en su interior.
Sólo una gran mancha amarillenta, como si fuera la orina de un alcohólico se vio en el pegajoso y grisáceo piso de la universidad. Ya era muy tarde. La próxima clase debía arrancar con un espacio amplio del salón desocupado por aquellos que temían tocar la naranjada con sus zapatos, evitando que estos regaran lo poco que quedaban. El cadaver; o sea la botella, la recogí y sin antes quitarle todo su contenido con rabia y frustración le di su pasajera posada en un basurero de madera donde no iba a sobresalir por su accidente suicida.
Mientras tanto, el charco se movía sobre la inconsistencia del piso gris. Éste se extendía llegando a las plantad de los zapatos de muchos inconformes que con infantileza creían que se trataba de vómito o el más repugnante líquido. La vida del jugo de naranja suicida terminó cuando el sepulturero del desorden, es decir, el aseador, pasó por encima su trapero y organizó lo que muchos trataron con el calificativo ortodoxo y descarado de 'gas'. Y con esa historia, traumática por demás, la gastritis continúo. El jugo, Q.E.P.D. Pocos entendieron mi sentimiento de culpa y luto por la muerte descarada presumida de una botella que no contaba con la seguridad necesaria para vivir y cuando se vio chocar de frente con la humanidad, por su debilidad dejó de existir.
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