Por: Julián Bernal
Es un viernes como muchos, como todos. La noche impoluta avanza lerda y perezosa por la calle, matando el tiempo, matando el aire. Otra noche. Otra noche que de pronto, como el sonido de una gota, cesa sin previo aviso, y deja el sin sabor eterno del efímero tiempo.
Yo estoy sentado, enfrente de la nada, de la caja mágica, y me quedo mirando su pantalla destellante por horas, sin saber qué hacer, a quién acudir, sin poder conciliar el sueño: aquel refugio deshumanizado en el que no se tiene conciencia de la existencia.
-Dime tú, Verónica, ¿qué hacer? Tú siempre me acompañas, me miras cuando las horas de insomnio. Sonríes, hermosa, tenebrosa, y me arrullas con tu boca.
-Haz lo que te plazca -me dice Verónica- Es lo único que tienes que hacer en esta vida.
Bueno, sí. Lo único que tengo que hacer… Pero, el rumor oscuro de la noche me acelera el pecho. El infranqueable esplendor del cielo reflejado en la tierra me increpa el corazón. No sabes, vida mía, amor de mi vida, cómo he intentado disimular aquella fuerza demoledora, ese viaje sin viaje, ese fondo sin fondo, esa vida sin vida.
-No te apures -me dice, apoyando su mano derecha sobre la otra. Mirándome intensamente- Deja que pase el tiempo. El tiempo, el tiempo y el tiempo. Todo es el tiempo.
¡Qué va! Yo odio el tiempo. Ya no quiero que pase nunca más. Quiero que se estanque, para siempre, hasta nunca, hasta siempre, en el ruido estrepitoso del silencio.
La noche, creo yo, me anima a dormir.
Sigue como muerta la ciudad: las naves paralelas que se posan al frente como dos torres de ajedrez se me hacen profundas, dormidas, aletargadas; el instante fugaz, amarillo y negro, nunca termina: dura lo que dura la eternidad de un abrir y cerrar de ojos.
-Tú sabes cómo la vida cambia y nos cambia. Tú sabes, a pesar de tu constancia, que no somos nada: somos un parpadeo, un sueño, un atardecer; somos fuego, incendio, y ceniza y tierra.
Y ahí la vi, acercándoseme muy despacio, desfilando, volando, por la alfombra del aire. Me tocó con sus labios carnosos de odio y de amor y me dio un besó de seda. Posó sus manos sobre mis hombros y comenzó a acariciarme el cuerpo, moldeándome de nuevo, naciéndome de entre sus dedos.
¿Qué hiciste entonces?¿Qué dédalo suntuoso seguiste por entre el ensortijado vello de mi cuerpo?
No lo sé. No lo sé… ¿Para qué saberlo?
-Sí, Verónica mía: toda la vida vale la pena, si entre tus manos, tus manos de odio y de amor, de amor y de seda, he de morir.